Colaboración para el Norte de Ciudad Juárez.
25 de octubre de 2009
Ciudad Juárez es una ciudad experta en adopciones, llamada a cobijar migrantes desde que la conquista hispánica le trajo forasteros como el andaluz Cabeza de Vaca, el árabe Estebanico, “El Negro”, o el italiano Fray Marcos de Niza. Además de sus nativos, juarenses somos muchos que alguna vez fuimos migrantes por necesidad, hoy hijos de esta maternal frontera.
A punto de cumplir trescientos cincuenta años de su fundación, y tras registrar episodios fascinantes en su historia y en la de México, vive el drama de una lucha que parece estéril por el desatino –o abandono– de sus gobernantes, por el cansancio o la dimisión de muchos ciudadanos que se han rendido frente a sus circunstancias lacerantes y por la creciente miseria humana que la sitúa en las coordenadas de la corrupción y la crueldad.
Da la impresión de que en vano buscan recuperar su tranquilidad los orgullosos habitantes de esta hermosa frontera. Tranquilidad que no significa pasividad, tampoco inercia en movimiento, sino que se acompaña del bullicio de una permanente laboriosidad y creatividad que le han merecido justos y muy diversos reconocimientos por su aportación al desarrollo nacional.
Se extraña esa tranquilidad productiva que no descansa, perdida hoy entre las ambiciones de quienes no sienten propia a esta ciudad de exigencias máximas, o de quienes habiendo salido de sus entrañas, la han traicionado en su ingratitud parricida. Peor aún, por la abdicación injustificada y vergonzante de quienes teniendo una responsabilidad de gobierno –municipal, estatal o federal– no la ejercen con el empuje y determinación que preceden a la eficacia.
Puede parecer pesimismo enfermizo afirmar que a nuestros servidores públicos de todos los signos políticos, salvo casos excepcionales, se les suele ver pasmados a unos y pasmones a otros, pero es irrefutable la aseveración; negarlo sería complicidad o encubrimiento. En su gran mayoría, cuando reaccionan, se limitan a expresiones huecas de solidaridad o a culpar a otros de su inoperancia; se quedan en el discurso que ya suena a insulto.
Es evidente que el esfuerzo de los encumbrados en el poder no va más allá de firmar convenios de cooperación, que únicamente aportan falsas esperanzas y que sólo sirven para justificar el patrullaje de las fuerzas de seguridad que, aun reconociendo su lealtad y valor, nada más contribuye a agravar el clima de guerra –porque estamos en guerra– y a mantener vigente el estado de naufragio inmerecido de una comunidad deseosa de volver a empezar, de volver a vivir en paz.
Aunque siempre ha tenido de todo al mismo tiempo como comunidad, Ciudad Juárez se ha tornado desconcertante. Los tres órdenes de gobierno no logran coordinarse en un propósito superior de servicio desprovisto de intereses partidistas y politiqueros. El abandono a su suerte ha provocado en muchos ciudadanos la muerte de la esperanza. En ellos crece la apatía, por miedo, por sensación de soledad, o quizá por indolencia.
La participación cívica cargada de patriotismo auténtico, y que ha sido señera de los juarenses, parece extinguirse frente a la arrogancia del crimen organizado. Muchos sobreviven atormentados por el presentimiento justificado de tiempos peores, se sienten atrapados en su propia ciudad. Otros simplemente han emigrado; se han visto obligados a dejar su legítimo patrimonio material para darle refugio seguro a sus hijos en otra parte.
A muchos que no conocen esta gallarda ciudad ni su trayectoria de esfuerzo; que sólo saben de ella por las escandalosas e irresponsables noticias que la han dibujado sangrienta desde hace más de dos décadas, les parece más viciosa que artística, más peligrosa que pacífica, más materialista que espiritual. Tal vez así parece, pero no está en su naturaleza la perversidad ni el hedonismo que se le quiere imponer para desfigurar su alma formada de dignidad humana.
La solidaridad y la inclinación por el trabajo honrado son cualidades inherentes a esta comunidad que nació en ambas riberas del Bravo mucho antes de que la deformidad política de otro tiempo le impusiera la condición de frontera que ahora la distingue y enaltece. La hospitalidad y la generosidad son cualidades que ha desarrollado a modo de virtud con antelación a que el río fuese decretado como límite entre dos naciones. La referida separación binacional nunca pudo, sin embargo, dividir el espíritu comunitario de los que aquí hemos vivido.
En la libertad de espacio que ofrece esta agreste región del norte de México, se han forjado generaciones de hombres y mujeres con indómitas voluntades independientes y hasta rebeldes, pero no criminales. Aquí han transitado pueblos guerreros, como las tribus indias llamadas apaches por los españoles, pero no asesinos. A los juarenses se les ha llamado “bárbaros del norte”, no en sentido peyorativo, sino por lo sobresaliente de su fuerza de voluntad, “de un supremo e invencible anhelo de libertad”, como explicó Fernando Jordán en su Crónica de un País Bárbaro en 1965. Con razón pregona el corrido de Chihuahua que somos una comunidad brava como un león herido, pero dulce como una canción.
Desde aquí, donde comienza la patria, muchas veces se ha dado gloria a nuestra nación mestiza; desde aquí se han iluminado facetas trascendentes que dieron cauce al país democrático que hoy destaca en Latinoamérica. Aquí nacen caminos que llevan a todas partes, al éxito o al fracaso, pero no al holocausto.
La violencia no está en la personalidad recia pero noble de esta ciudad, ahora doliente; no figura en su historia que le ha llamado con diferentes nombres pero que no le ha modificado su esencia. Aquí no confundimos la firmeza con la rudeza, ni el carácter con el mal carácter que ha llegado en las maletas de aventureros que recientemente vinieron a desbocar sus impulsos agresivos incubados en otra parte. Hay una diferencia fundamental que hay que hacer notar para que no nos clasifiquen falsamente.
Predestinada a ser sede de expresiones pluriculturales provenientes del norte, del sur y de otros continentes, Ciudad Juárez se ha distinguido, desde antes de ser bautizada como Misión de Guadalupe en 1659, por ser lugar de encuentro. Dos centurias y media después, en ocasión de celebrar su fundación, y precisamente en la víspera del llamado “bicentenario” que conmemora el inicio de nuestra Independencia y de nuestra Revolución, los juarenses tenemos una irrepetible oportunidad de hacer una nueva gesta ciudadana que concentre nuestra energía en un propósito fundamental: iniciar una revolución de paz que reivindique a nuestra ciudad frente al mundo como tierra de oportunidades; que levante la moral de nuestro pueblo y despierte el interés ausente de volver a ser lo que siempre hemos sido como comunidad.
El año 2010 será la ocasión impostergable para terminar con la barbarie, con el desinterés y con la abulia que agravia nuestra evolución histórica; para dejar atrás un capítulo angustiosamente largo, soberbio y turbulento, de fuego y de sangre, de dolor y de muerte. Debió serlo antes, pero el año siguiente será propicio para reencontrarnos con nosotros mismos en un abrazo fraterno que haga valer nuestra sangre como la de todas las comunidades humanas en el mundo.
Cuando hemos querido hemos podido. Ahora queremos y podremos hacer del 2010 el año de la reunificación; de la suma de voluntades para devolver a estas tierras ásperas del norte el vigor y la pujanza de sus habitantes, el que llegó para quedarse con la expedición de Juan de Oñate cuando abrió la ruta del Paso del Norte a finales del siglo XVI. Queremos reinstalar los valores humanos que arribaron en las carretas franciscanas a principios del siglo XVII.
Queremos decir lo que en verdad somos y acreditar con hechos nuestra capacidad realizadora. No queremos que se haga viejo e impotente nuestro anhelo de justicia y de concordia. No pretendemos abonar con nuestros muertos el terreno de la discordia, sólo deseamos sepultar el fatalismo que ahoga en los pantanos de la desesperanza a nuestras familias. Tampoco queremos convertirnos en verdugos de quienes han podido pero no han querido; sino erigir la tolerancia, la comprensión y el perdón como cimiento de una nueva época de progreso. Queremos retomar nuestro papel en el destino de México. Los juarenses queremos volver a empezar.
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