martes, 10 de noviembre de 2009

Solidaridad activa y “jodidez”

Colaboración para el Norte de Ciudad Juárez.
8 de noviembre de 2009


La pobreza también es una forma de violencia que campea en nuestra República. Los requisitos mínimos e indispensables para vivir con dignidad humana y consolidar la tranquilidad familiar son un sueño para la mayoría de los mexicanos. Según el Banco Mundial, en nuestro país durante el último año por lo menos 4.2 millones de personas más cayeron en la pobreza. Con dolor, podemos ver que 51 por ciento de nuestros compatriotas son pobres.
A esta injusticia social se suma, pues no es lo mismo, un estado de jodidez que lastra el desarrollo de personas, de familias y de la nación entera.
Para muchos políticos pobreza y jodidez son sinónimos, no logran entender la diferencia. Esto no sólo muestra lo lejos que están del lenguaje popular del mexicano, sino lo estrecha que es su visión de nuestro país y su cultura. De hecho, en ocasiones los pobres no son los jodidos, sino quienes los mantienen en la pobreza y les impiden desarrollarse.
La jodidez es una incultura destructiva y autodestructiva que en ocasiones se entrecruza con la economía, pero va mucho más allá y tiene consecuencias aún más dañinas que la pobreza de bienes materiales, pues carcome nuestra confianza comunitaria, nuestros lazos cívicos y nuestra fe en nosotros mismos, como ciudadanos y como miembros de una sociedad.
En una reunión que tuve la semana pasada con más de cien líderes populares de todo el país, llegamos a la conclusión de que la jodidez –palabra que causa asombro a muchos hipócritas y puritanos- es la falta de respeto, de moral, de principios, de cultura cívica y valores; la desadaptación; la falta de ambición de progresar y de tener éxito; el odiar al que tiene sin luchar por la propia superación; el criticar sin actuar y el “agandalle”.
En México los ejemplos de jodidez, por desgracia, son tan abundantes como patéticos. La vemos en quienes se quejan de la inseguridad en sus barrios pero cuando ven una patrulla la apedrean o insultan a los policías.
Hay jodidez en quejarse de que las calles están sucias y aún así seguir tirando basura; en quienes critican a su ayuntamiento porque no hay alumbrado público pero, cuando lo instalan, quiebran los focos y se roban el cable; en quienes impiden que los parques y las plazas sean lugares de convivencia sana y familiar, pues los ensucian, los llenan de graffiti y los convierten en espacios propicios para el uso de drogas y alcohol.
La jodidez está en un Congreso que en vez de solucionar los problemas nacionales se ha convertido en uno de ellos. Descuella en una institución excesivamente cara y partidizada, con 500 diputados y 128 senadores, en la que prevalecen la maniobra oscura y el acuerdo soterrado, la operación de intereses coyunturales, particulares y políticos, relegando la búsqueda del bienestar nacional. La hay también en aumentar los impuestos a quienes menos tienen y, con ello, hacer de la legislación fiscal un obstáculo para el desarrollo económico y una herramienta de política electoral.
Quienes padecen la pobreza no necesariamente son los jodidos, aunque los demagogos siempre lo son: esos que utilizan a las personas pobres para vestir plazas y llenar urnas cada trienio y cada sexenio, aprovechándose de la esperanza de la gente con promesas de campaña que jamás son cumplidas.
Hay más jodidez en los actos de ilegalidad gubernamental que en muchas colonias populares. En la corrupción, que desvirtúa a los Estados y los aleja de su razón de ser esencial: garantizar la seguridad y propiciar el bienestar general.
El común denominador de todos estos actos es su talante autodestructivo. El ciudadano que arruina el patrimonio público, el político que claudica en su deber de salvaguardar el interés nacional y el funcionario corrupto son sumamente parecidos: envenenan su propia casa, destruyen a la comunidad de la que todos formamos partes, incluyéndolos a ellos.
Por todo lo anterior, la jodidez es mucho peor que la pobreza, pues disminuye nuestra capacidad de comprometernos con la sociedad, de poner todas las facultades que nos hacen seres humanos al servicio del otro y de la comunidad, de mantenernos sensibles ante el dolor de los demás.
Afortunadamente, ha surgido en nuestro país un movimiento de expresión social de corte humanista con la misión explícita de “generar cultura de solidaridad y transitar de las actuales condiciones de pobreza y autodestrucción en ámbitos populares hacia mejores condiciones de vida”.
Esta nueva organización, llamada Solidaridad Activa Popular, busca agrupar y encauzar liderazgos y equipos que pugnan por un cambio positivo. Entre ellos hay líderes de transportistas, de vendedores ambulantes, de pepenadores, de luchadores, de boxeadores, de pandillas, de prostitutas, de limpia-parabrisas, de eloteros, de abarroteros, de cholos, de tragafuegos, de microbuseros y de taxistas, entre otros muchos.
Dejando muy en claro que éste es un movimiento al margen de partidos y de proyectos políticos, he asumido el compromiso de asesorarlos y de gestionar apoyos para sus causas, tan generosas como necesarias.
Menciono este caso como un ejemplo de que nuestro país no necesita movimientos prefabricados ni agrupaciones creadas desde lo alto del poder político, sino desde abajo y desde el corazón, desde la tierra patria que nutre a las causas populares.
Ya ha quedado establecido que hay retos más grandes que los gobiernos y más grandes que los partidos, pero nunca más grandes que el espíritu solidario del mexicano. Uno de estos retos es combatir la pobreza y la miseria física y moral de nuestro pueblo, buscando hacer efectivo el derecho sagrado a la justicia social.
Porque así, juntos, con un talante subsidiario, podemos vigorizar nuestra cultura cívica, rescatar la identidad y la autoestima de los mexicanos, para crear un país con respeto y armonía social, pues la solidaridad activa es nuestra mejor arma para erradicar la jodidez.

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