Nuestros soldados forman parte de la garantía que la ley otorga a los ciudadanos. Con voluntad indómita y espíritu de servicio defienden la independencia, la integridad y la soberanía de la nación; garantizan su seguridad interior y auxilian a la población en casos de emergencia y con acciones cívicas y sociales que facilitan el progreso del país.
Lealtad y disciplina, valentía y unidad, son notas que la historia registra como características de nuestro Ejército. Por su fidelidad a su papel constitucional, por la falta de ambiciones políticas y el respeto al poder civil, podemos afirmar con profunda convicción que las fuerzas armadas son un pétreo pilar de nuestro Estado.
Como presidente de una institución continental he recorrido Latinoamérica y acudido a países europeos en labores oficiales. Así he atestiguado qué tan diferente y qué tan positiva es para nuestra nación la figura del militar, comparada con la gran mayoría de los países del mundo occidental.
Durante los últimos 75 años todos los ejércitos de América Latina han perpetrado golpes de Estado, menos el mexicano. Pinochet, Castelo Branco, Stroessner, Somoza, Videla, Trujillo, Chávez, son tan sólo algunos de las decenas de dictadores militares latinoamericanos. Para orgullo y beneficio de nuestro pueblo, en esa lista de vergüenza no figura ningún miembro del respetabilísimo Ejército Mexicano.
Especialmente significativo y loable es que el Ejército, conciente de su papel en el Estado, mostrara una respetuosa distancia durante el tortuoso, largo y lento proceso de transición a la democracia. Su desempeño fue siempre respetuoso de las instituciones y apegado a sus propias leyes. Como prevé nuestra Carta Magna.
Contra lo que los agoreros del autoritarismo vaticinaban, los fusiles y las tanquetas permanecieron en los cuarteles cuando la primera gubernatura fue conquistada por el PAN hace ya veinte años. También cuando el PRI fue obligado a salir de Los Pinos por la vía de los votos. Muy por el contrario, la entereza y gallardía de las fuerzas armadas contribuyeron a preservar los equilibrios y la fortaleza de un Estado cuando los procesos dinámicos de ajuste social y del viejo sistema político avanzaban con paso vacilante hacia el ideal democrático.
Conociendo la eficiencia y profesionalismo castrenses, y sabiendo que su participación sería un testimonio de lealtad a México, como presidente del PAN propicié que varios miembros activos de las fuerzas armadas fueran, por primera vez desde Acción Nacional, diputados federales. Antes, en mi cargo de presidente de la Comisión de Defensa Nacional de San Lázaro tuve muy presente la gratitud que los mexicanos debemos a nuestros militares y apoyé las reformas legales solicitadas por ellos por conducto del Ejecutivo Federal.
Un genuino ejército del pueblo
Al igual que el ejército napoléonico, el mexicano tiene un origen revolucionario y una base popular. Mientras en otros países latinoamericanos los militares constituyen castas cerradas y ajenas a la realidad de la población, el nuestro es una casa de puertas abiertas: cualquier ciudadano, sin importar su sexo, su origen étnico, su condición social o su estatus económico, tiene la posibilidad de formar parte de las fuerzas armadas. Bien podría decirse que en ellas hay una auténtica representación popular con devoción republicana.
Seguramente por ello, nuestro Ejército se distingue por servir solidariamente a la población. De sus tres planes estratégicos primordiales, el más frecuentemente implementado es el DN-III-E: asistencia a las comunidades que sufren inundaciones, terremotos y demás desastres naturales. Bajo este esquema incluso se han hecho incursiones militares solidarias en otros países de América Latina, en Asia y en Estados Unidos.
Ruptura histórica
Sin embargo, algo ha fallado en los últimos años. Se ha ordenado a los uniformados ejercer funciones que no les son propias y para las que no tienen la preparación adecuada, con un número de efectivos sin precedente y con una estrategia que, juzgándola por sus frutos, ha sido concebida erróneamente. Ha fallado no por la ineficacia de sus ejecutores, sino por lo erróneo de su diseño a cargo del poder político: El del Ejecutivo Federal, que unilateralmente y sin siquiera pedir opinión a los gobernadores de las Entidades Federativas, emprendió una lucha valiente y loable, pero fuera de foco, de tiempo y de lugar.
Esta inédita situación ha colocado a miles de soldados mexicanos en condiciones impropias para el canon castrense, el que les impele a pensar primero que nada en México. Incluso han incurrido en excesos involuntarios y atropellos que demeritan gravemente su insigne trayectoria. Casos de violaciones —presuntas y comprobadas— a los derechos humanos de civiles por parte de militares son hoy una constante en el debate nacional.
Nunca se había visto en nuestra historia reciente un abucheo a miembros del Ejército, como ha llegado a ocurrir, atentando contra su fortaleza moral. En los peores frentes de la guerra contra el narcotráfico, la admiración al verde olivo ha sido sustituida a menudo por el miedo. Al saldo de dolor y sangre que esta guerra injustificada nos ha dejado a los mexicanos, se suma el saldo de humillación al que inmerecidamente se ha expuesto a nuestro glorioso Ejército, destacado por su amplia conciencia social.
Ante este grave escenario es justo recordar que la lealtad es un camino de dos vías: así como el militar ha sido leal con el político, el político debe serlo con el militar. El poder civil también está obligado a respetar al poder castrense, aunque sea su subordinado.
Este es un tema que merece una profunda reflexión en las más altas esferas gubernamentales, sobre todo considerando el severo desgaste al que ha sido sometido el prestigio marcial por obedecer en la guerra contra el crimen organizado —como es su deber— las órdenes del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas.
Parafraseando y reinterpretando a un clásico de la estrategia militar, Von Clausewitz: ¿Estamos ante una guerra que es la continuación de la política por otros medios? ¿Al combatir el narcotráfico se persiguen también objetivos políticos? Sería muy grave que resultara cierta esa tesis tan frecuentemente esgrimida y que cada día cobra mayor sentido.
Apostar el honor del soldado mexicano, su orgullo de origen y su espíritu de colaboración en una aventura política, así como ir a contrapelo de sus mejores tradiciones, no sólo desgasta a las instituciones militares, también mina su arquitectura estatal e institucional. De cara al 2010, en el que ya muchas voces advierten la amenaza de brotes subversivos, es imperativo contar con fuerzas armadas respaldadas por la confianza y la aprobación de la ciudadanía. Sólo así los hombres de armas podrán cumplir cabalmente con su papel constitucional primordial.
Si el Ejército no militariza la política, el gobernante no debe politizar a los militares. No se pueden usar las armas como herramienta política o como prótesis emocional. El riesgo es máximo. Es prudente, urgente e imperativo dar a las fuerzas armadas su lugar en el recto orden del Estado, para que puedan seguir contribuyendo a crear un México más seguro, con respeto a la dignidad de las personas y justicia para todos.
Muy lejos de los resultados esperados, la Presidencia de la República decidió al fin, según se dio a conocer en la reunión de la Operación Conjunta Chihuahua el pasado 27 de noviembre, retirar al Ejército de Ciudad Juárez. Sin su generosa presencia patrullando las calles, los habitantes de esa frontera tendrán que volver a empezar a rescatar sus espacios comunes desde una estrategia que no esté contaminada de intereses políticos. Ojalá cuenten con el apoyo inteligente y previsor, sin precipitaciones fallidas, de los tres órdenes de gobierno en lo que parece una sensata reconsideración del Presidente Felipe Calderón. Ya era hora y esperemos que el ajuste estratégico abarque todo el territorio nacional.
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