Nuestros soldados forman parte de la garantía que la ley otorga a los ciudadanos. Con voluntad indómita y espíritu de servicio defienden la independencia, la integridad y la soberanía de la nación; garantizan su seguridad interior y auxilian a la población en casos de emergencia y con acciones cívicas y sociales que facilitan el progreso del país.
Lealtad y disciplina, valentía y unidad, son notas que la historia registra como características de nuestro Ejército. Por su fidelidad a su papel constitucional, por la falta de ambiciones políticas y el respeto al poder civil, podemos afirmar con profunda convicción que las fuerzas armadas son un pétreo pilar de nuestro Estado.
Como presidente de una institución continental he recorrido Latinoamérica y acudido a países europeos en labores oficiales. Así he atestiguado qué tan diferente y qué tan positiva es para nuestra nación la figura del militar, comparada con la gran mayoría de los países del mundo occidental.
Durante los últimos 75 años todos los ejércitos de América Latina han perpetrado golpes de Estado, menos el mexicano. Pinochet, Castelo Branco, Stroessner, Somoza, Videla, Trujillo, Chávez, son tan sólo algunos de las decenas de dictadores militares latinoamericanos. Para orgullo y beneficio de nuestro pueblo, en esa lista de vergüenza no figura ningún miembro del respetabilísimo Ejército Mexicano.
Especialmente significativo y loable es que el Ejército, conciente de su papel en el Estado, mostrara una respetuosa distancia durante el tortuoso, largo y lento proceso de transición a la democracia. Su desempeño fue siempre respetuoso de las instituciones y apegado a sus propias leyes. Como prevé nuestra Carta Magna.
Contra lo que los agoreros del autoritarismo vaticinaban, los fusiles y las tanquetas permanecieron en los cuarteles cuando la primera gubernatura fue conquistada por el PAN hace ya veinte años. También cuando el PRI fue obligado a salir de Los Pinos por la vía de los votos. Muy por el contrario, la entereza y gallardía de las fuerzas armadas contribuyeron a preservar los equilibrios y la fortaleza de un Estado cuando los procesos dinámicos de ajuste social y del viejo sistema político avanzaban con paso vacilante hacia el ideal democrático.
Conociendo la eficiencia y profesionalismo castrenses, y sabiendo que su participación sería un testimonio de lealtad a México, como presidente del PAN propicié que varios miembros activos de las fuerzas armadas fueran, por primera vez desde Acción Nacional, diputados federales. Antes, en mi cargo de presidente de la Comisión de Defensa Nacional de San Lázaro tuve muy presente la gratitud que los mexicanos debemos a nuestros militares y apoyé las reformas legales solicitadas por ellos por conducto del Ejecutivo Federal.
Un genuino ejército del pueblo
Al igual que el ejército napoléonico, el mexicano tiene un origen revolucionario y una base popular. Mientras en otros países latinoamericanos los militares constituyen castas cerradas y ajenas a la realidad de la población, el nuestro es una casa de puertas abiertas: cualquier ciudadano, sin importar su sexo, su origen étnico, su condición social o su estatus económico, tiene la posibilidad de formar parte de las fuerzas armadas. Bien podría decirse que en ellas hay una auténtica representación popular con devoción republicana.
Seguramente por ello, nuestro Ejército se distingue por servir solidariamente a la población. De sus tres planes estratégicos primordiales, el más frecuentemente implementado es el DN-III-E: asistencia a las comunidades que sufren inundaciones, terremotos y demás desastres naturales. Bajo este esquema incluso se han hecho incursiones militares solidarias en otros países de América Latina, en Asia y en Estados Unidos.
Ruptura histórica
Sin embargo, algo ha fallado en los últimos años. Se ha ordenado a los uniformados ejercer funciones que no les son propias y para las que no tienen la preparación adecuada, con un número de efectivos sin precedente y con una estrategia que, juzgándola por sus frutos, ha sido concebida erróneamente. Ha fallado no por la ineficacia de sus ejecutores, sino por lo erróneo de su diseño a cargo del poder político: El del Ejecutivo Federal, que unilateralmente y sin siquiera pedir opinión a los gobernadores de las Entidades Federativas, emprendió una lucha valiente y loable, pero fuera de foco, de tiempo y de lugar.
Esta inédita situación ha colocado a miles de soldados mexicanos en condiciones impropias para el canon castrense, el que les impele a pensar primero que nada en México. Incluso han incurrido en excesos involuntarios y atropellos que demeritan gravemente su insigne trayectoria. Casos de violaciones —presuntas y comprobadas— a los derechos humanos de civiles por parte de militares son hoy una constante en el debate nacional.
Nunca se había visto en nuestra historia reciente un abucheo a miembros del Ejército, como ha llegado a ocurrir, atentando contra su fortaleza moral. En los peores frentes de la guerra contra el narcotráfico, la admiración al verde olivo ha sido sustituida a menudo por el miedo. Al saldo de dolor y sangre que esta guerra injustificada nos ha dejado a los mexicanos, se suma el saldo de humillación al que inmerecidamente se ha expuesto a nuestro glorioso Ejército, destacado por su amplia conciencia social.
Ante este grave escenario es justo recordar que la lealtad es un camino de dos vías: así como el militar ha sido leal con el político, el político debe serlo con el militar. El poder civil también está obligado a respetar al poder castrense, aunque sea su subordinado.
Este es un tema que merece una profunda reflexión en las más altas esferas gubernamentales, sobre todo considerando el severo desgaste al que ha sido sometido el prestigio marcial por obedecer en la guerra contra el crimen organizado —como es su deber— las órdenes del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas.
Parafraseando y reinterpretando a un clásico de la estrategia militar, Von Clausewitz: ¿Estamos ante una guerra que es la continuación de la política por otros medios? ¿Al combatir el narcotráfico se persiguen también objetivos políticos? Sería muy grave que resultara cierta esa tesis tan frecuentemente esgrimida y que cada día cobra mayor sentido.
Apostar el honor del soldado mexicano, su orgullo de origen y su espíritu de colaboración en una aventura política, así como ir a contrapelo de sus mejores tradiciones, no sólo desgasta a las instituciones militares, también mina su arquitectura estatal e institucional. De cara al 2010, en el que ya muchas voces advierten la amenaza de brotes subversivos, es imperativo contar con fuerzas armadas respaldadas por la confianza y la aprobación de la ciudadanía. Sólo así los hombres de armas podrán cumplir cabalmente con su papel constitucional primordial.
Si el Ejército no militariza la política, el gobernante no debe politizar a los militares. No se pueden usar las armas como herramienta política o como prótesis emocional. El riesgo es máximo. Es prudente, urgente e imperativo dar a las fuerzas armadas su lugar en el recto orden del Estado, para que puedan seguir contribuyendo a crear un México más seguro, con respeto a la dignidad de las personas y justicia para todos.
Muy lejos de los resultados esperados, la Presidencia de la República decidió al fin, según se dio a conocer en la reunión de la Operación Conjunta Chihuahua el pasado 27 de noviembre, retirar al Ejército de Ciudad Juárez. Sin su generosa presencia patrullando las calles, los habitantes de esa frontera tendrán que volver a empezar a rescatar sus espacios comunes desde una estrategia que no esté contaminada de intereses políticos. Ojalá cuenten con el apoyo inteligente y previsor, sin precipitaciones fallidas, de los tres órdenes de gobierno en lo que parece una sensata reconsideración del Presidente Felipe Calderón. Ya era hora y esperemos que el ajuste estratégico abarque todo el territorio nacional.
lunes, 30 de noviembre de 2009
lunes, 23 de noviembre de 2009
El costo humano de la guerra contra el crimen
“La guerra es siempre una derrota de la humanidad”
Juan Pablo II
Juan Pablo II
La decisión unipersonal más trascendente para México en la última década ha sido declarar la guerra a la delincuencia organizada. Haciendo gala de valentía, el presidente Felipe Calderón ejerció las facultades que le otorga nuestra Constitución, como comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y ordenó lanzar una embestida bélica dirigida primordialmente contra los narcotraficantes.
De manera pública y publicada, he enaltecido reiteradamente el arrojo de nuestro Presidente y su voluntad de enfrentar al crimen organizado. La Organización Demócrata Cristiana de América, que me honro en presidir, ha celebrado diversos eventos sobre el tema, principalmente los foros internacionales “Inseguridad, dolor evitable” en México y en Colombia. En ellos y en otros foros realizados en diversas partes del mundo, invariablemente he reconocido a nuestro Presidente, ofreciéndole apoyo y acompañamiento. Ahí hemos generado propuestas de qué hacer para resolver la crisis de inseguridad. En otros países hemos podido aportar un consejo útil a sus gobiernos que, cuando lo han considerado pertinente, sin falsos orgullos han atendido recomendaciones y agradecido los resultados. En el nuestro no ha sido posible.
Apoyar y estar de acuerdo en lo fundamental con el presidente Calderón no nos impide ver que algo está fallando. Es evidente que la estrategia de combate al crimen es inadecuada. Está fuera de foco, dirigida hacia las consecuencias y no hacia las causas. Día a día vemos sus resultados y su desgarrador costo en sangre.
Combatir al narco, ¿decisión política?
Conforme crece la numeralia de la violencia, más eco tiene la tesis de que esta guerra persigue objetivos políticos y más se cuestionan las razones para librarla, exhibidas por las voces del gobierno federal. Aunque damos un voto de confianza a nuestro presidente, no podemos sino señalar que sería muy grave que tales cuestionamientos fueran acertados.
Por ese camino de suspicacia avanza el segundo libro de Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda, “El narco: la guerra fallida”. Estos reconocidos políticos y académicos desmontan los principales argumentos que el Ejecutivo Federal ha esgrimido para justificar la guerra.
Es especialmente ilustrativo que el supuesto aumento en el consumo y en la disponibilidad de drogas no haya tenido un salto que justifique la guerra. Los autores afirman que “los datos ponen de manifiesto que en México el consumo de drogas ilícitas no ha subido de manera significativa en los últimos diez años”; tampoco existe una mayor disponibilidad en las escuelas; no hay elementos para fundar esta guerra “en el consumo y la venta que se hace a los niños o a los jóvenes. Según los datos del propio gobierno, esto no ocurre”.
También se refuta que la violencia haya hecho necesario desencadenar esta guerra. Datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública y del Consejo Nacional de Población indican que los homicidios per cápita han decrecido casi 20% en los últimos 9 años. México es el país con menos homicidios dolosos de toda América Latina. En palabras de Aguilar y Castañeda, “nuevamente, los números del gobierno refutan su propia tesis”.
Los autores contradicen de manera contundente los argumentos de que la pérdida de control territorial y la corrupción del aparato del Estado tornaron indispensable librar la guerra. Estoy de acuerdo con ellos. Conviene recordarle a Felipe Calderón que la guerra es siempre el peor camino para alcanzar la paz.
Tampoco es cierto que combatir al narcotráfico fuera una prioridad social. Cuando ello ocurrió había otras prioridades, como la atención a la crisis económica. Existía en la gente una preocupación por la violencia y la criminalidad, pero no por la que proviene de los cárteles sino por la que estaba vinculada al secuestro, el robo y los asaltos, delitos a los que estamos expuestos todos los ciudadanos.
Valdría la pena que el gobierno hiciera una réplica contundente a este texto, para fortalecer la confianza en que esta lucha se libra por razones justificadas, válidas y comprobables. O bien, reconocer que no se está en el camino correcto y corregir el rumbo de esta dolorosa marcha de sangre.
Dolor evitable
Como un habitante más de Ciudad Juárez, vivo en uno de los frentes de la guerra iniciada por el presidente Calderón. He sido testigo de que hasta los más pequeños negocios sufren extorsiones: tiendas de abarrotes, gasolineras, fondas... Médicos, abogados, dentistas, tienen que pagar “protección”; también trabajadores de las maquiladoras.
Incluso hay padres de familia que se han visto obligados a desembolsar cuotas para que las escuelas de sus hijos no sean blanco de los infames “cuernos de chivo”. Y este dinero exigido por los delincuentes se ha dado en medio de la peor crisis económica en la historia de la frontera: son innumerables los empleos perdidos y las empresas quebradas.
Es especialmente preocupante que los juarenses no tengan ya espacios para convivir. Son pocos los restaurantes, locales para fiestas o bares que se mantienen abiertos, pero ninguno puede considerarse seguro. Y aunque este hecho podría parecer frívolo, es necesario recordar que en esos espacios se entreteje la convivencia que da vida a una comunidad. ¿Qué futuro nos espera cuando ni siquiera podemos celebrar una boda, una primera comunión, una graduación o un cumpleaños sin miedo a ser asesinados? ¿Qué esperanza queda a nuestros jóvenes cuando ni en sus escuelas están seguros y sólo pueden convivir tranquilamente dentro de sus casas? Y en ocasiones ni eso, les consta a mis hijos.
Todos los que vivimos en Ciudad Juárez hemos sido heridos por esta guerra. Han muerto muchos narcotraficantes, sí, pero también han muerto inocentes y ha muerto nuestra tranquilidad, nuestra paz y el equilibrio emocional de muchos niños y adultos.
Extorsionado, atemorizado, sin fe en su gobierno, el pueblo juarense se aferra a su dignidad, a esa inquebrantable fuerza que lo ha hecho escribir luminosas páginas en la historia patria.
Felicito a este mi pueblo adoptivo por su fortaleza y valentía. Sin embargo, nuestra fuerza es vasta, más no infinita. Urge un cambio de rumbo, un giro radical en la estrategia del gobierno federal. Hay que enfrentar al narcotráfico no como un problema de seguridad, sino como un problema de salud; concebir al adicto no como un delincuente, sino como un enfermo que merece nuestra ayuda.
Necesitamos más programas de prevención y menos armas; necesitamos más clínicas y menos retenes; necesitamos un enfoque más humano y menos bélico. Necesitamos no una guerra de fuego y sangre, sino una paz construida con paciencia a través de la educación, el enriquecimiento de los valores familiares y los lazos sociales. Necesitamos volver a empezar.
De manera pública y publicada, he enaltecido reiteradamente el arrojo de nuestro Presidente y su voluntad de enfrentar al crimen organizado. La Organización Demócrata Cristiana de América, que me honro en presidir, ha celebrado diversos eventos sobre el tema, principalmente los foros internacionales “Inseguridad, dolor evitable” en México y en Colombia. En ellos y en otros foros realizados en diversas partes del mundo, invariablemente he reconocido a nuestro Presidente, ofreciéndole apoyo y acompañamiento. Ahí hemos generado propuestas de qué hacer para resolver la crisis de inseguridad. En otros países hemos podido aportar un consejo útil a sus gobiernos que, cuando lo han considerado pertinente, sin falsos orgullos han atendido recomendaciones y agradecido los resultados. En el nuestro no ha sido posible.
Apoyar y estar de acuerdo en lo fundamental con el presidente Calderón no nos impide ver que algo está fallando. Es evidente que la estrategia de combate al crimen es inadecuada. Está fuera de foco, dirigida hacia las consecuencias y no hacia las causas. Día a día vemos sus resultados y su desgarrador costo en sangre.
Combatir al narco, ¿decisión política?
Conforme crece la numeralia de la violencia, más eco tiene la tesis de que esta guerra persigue objetivos políticos y más se cuestionan las razones para librarla, exhibidas por las voces del gobierno federal. Aunque damos un voto de confianza a nuestro presidente, no podemos sino señalar que sería muy grave que tales cuestionamientos fueran acertados.
Por ese camino de suspicacia avanza el segundo libro de Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda, “El narco: la guerra fallida”. Estos reconocidos políticos y académicos desmontan los principales argumentos que el Ejecutivo Federal ha esgrimido para justificar la guerra.
Es especialmente ilustrativo que el supuesto aumento en el consumo y en la disponibilidad de drogas no haya tenido un salto que justifique la guerra. Los autores afirman que “los datos ponen de manifiesto que en México el consumo de drogas ilícitas no ha subido de manera significativa en los últimos diez años”; tampoco existe una mayor disponibilidad en las escuelas; no hay elementos para fundar esta guerra “en el consumo y la venta que se hace a los niños o a los jóvenes. Según los datos del propio gobierno, esto no ocurre”.
También se refuta que la violencia haya hecho necesario desencadenar esta guerra. Datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública y del Consejo Nacional de Población indican que los homicidios per cápita han decrecido casi 20% en los últimos 9 años. México es el país con menos homicidios dolosos de toda América Latina. En palabras de Aguilar y Castañeda, “nuevamente, los números del gobierno refutan su propia tesis”.
Los autores contradicen de manera contundente los argumentos de que la pérdida de control territorial y la corrupción del aparato del Estado tornaron indispensable librar la guerra. Estoy de acuerdo con ellos. Conviene recordarle a Felipe Calderón que la guerra es siempre el peor camino para alcanzar la paz.
Tampoco es cierto que combatir al narcotráfico fuera una prioridad social. Cuando ello ocurrió había otras prioridades, como la atención a la crisis económica. Existía en la gente una preocupación por la violencia y la criminalidad, pero no por la que proviene de los cárteles sino por la que estaba vinculada al secuestro, el robo y los asaltos, delitos a los que estamos expuestos todos los ciudadanos.
Valdría la pena que el gobierno hiciera una réplica contundente a este texto, para fortalecer la confianza en que esta lucha se libra por razones justificadas, válidas y comprobables. O bien, reconocer que no se está en el camino correcto y corregir el rumbo de esta dolorosa marcha de sangre.
Dolor evitable
Como un habitante más de Ciudad Juárez, vivo en uno de los frentes de la guerra iniciada por el presidente Calderón. He sido testigo de que hasta los más pequeños negocios sufren extorsiones: tiendas de abarrotes, gasolineras, fondas... Médicos, abogados, dentistas, tienen que pagar “protección”; también trabajadores de las maquiladoras.
Incluso hay padres de familia que se han visto obligados a desembolsar cuotas para que las escuelas de sus hijos no sean blanco de los infames “cuernos de chivo”. Y este dinero exigido por los delincuentes se ha dado en medio de la peor crisis económica en la historia de la frontera: son innumerables los empleos perdidos y las empresas quebradas.
Es especialmente preocupante que los juarenses no tengan ya espacios para convivir. Son pocos los restaurantes, locales para fiestas o bares que se mantienen abiertos, pero ninguno puede considerarse seguro. Y aunque este hecho podría parecer frívolo, es necesario recordar que en esos espacios se entreteje la convivencia que da vida a una comunidad. ¿Qué futuro nos espera cuando ni siquiera podemos celebrar una boda, una primera comunión, una graduación o un cumpleaños sin miedo a ser asesinados? ¿Qué esperanza queda a nuestros jóvenes cuando ni en sus escuelas están seguros y sólo pueden convivir tranquilamente dentro de sus casas? Y en ocasiones ni eso, les consta a mis hijos.
Todos los que vivimos en Ciudad Juárez hemos sido heridos por esta guerra. Han muerto muchos narcotraficantes, sí, pero también han muerto inocentes y ha muerto nuestra tranquilidad, nuestra paz y el equilibrio emocional de muchos niños y adultos.
Extorsionado, atemorizado, sin fe en su gobierno, el pueblo juarense se aferra a su dignidad, a esa inquebrantable fuerza que lo ha hecho escribir luminosas páginas en la historia patria.
Felicito a este mi pueblo adoptivo por su fortaleza y valentía. Sin embargo, nuestra fuerza es vasta, más no infinita. Urge un cambio de rumbo, un giro radical en la estrategia del gobierno federal. Hay que enfrentar al narcotráfico no como un problema de seguridad, sino como un problema de salud; concebir al adicto no como un delincuente, sino como un enfermo que merece nuestra ayuda.
Necesitamos más programas de prevención y menos armas; necesitamos más clínicas y menos retenes; necesitamos un enfoque más humano y menos bélico. Necesitamos no una guerra de fuego y sangre, sino una paz construida con paciencia a través de la educación, el enriquecimiento de los valores familiares y los lazos sociales. Necesitamos volver a empezar.
jueves, 19 de noviembre de 2009
Ética periodística y evolución democrática
En días pasados se celebró el Congreso Nacional “Ciudadanía y Medios: Acción Conjunta”, en Boca del Río, Veracruz. Fue tan grato como inusual ver a los periodistas mostrar voluntad de trabajar al lado de la sociedad civil organizada, criticar la sumisión al poder y expresar su compromiso con la objetividad y la imparcialidad política.
Quienes trabajamos por México, esperamos que esa expresión sea honrada con los hechos, porque con muchos periodistas nos pasa lo mismo que con la mayoría de los políticos: hasta nos sorprende cuando dicen la verdad.
Lamentablemente, algunos comunicadores no han estado a la altura del avance democrático de la República. Y aquí de nuevo es válido el símil con una clase política incapaz de sacudirse sus viejos hábitos: el secretismo, el culto al poder, las alianzas oscuras, el materialismo rampante y el uso patrimonial y electorero de los bienes públicos (que lo son tanto el Estado como la información).
En la larga marcha de los mexicanos hacia la democracia muchos comunicadores se han quedado atrás. No están a tono con el avance de la sociedad. Recordemos que el sentido social de la información se desfigura cuando se altera y se oculta. Hablo de las plumas pagadas, de la autocensura, de los testaferros, de las notas vendidas, de la tenue línea entre periodismo y propaganda que tantas veces es cruzada.
Pero hablo también del doloroso contraste de muchos periodistas de cóctel con los héroes que hacen su trabajo en las peores condiciones posibles, en un ambiente de violencia que no los amedrenta.
Todo periodista que cubre la guerra contra el crimen organizado sabe de lo que estoy hablando y de lo mucho que les debemos. Es admirable el servicio que prestan al proveernos de información indispensable para comprender a nuestra sociedad, aun a costa de su propia vida y a pesar de que el Estado no cumple su obligación esencial de brindarles seguridad. 53 periodistas fueron asesinados en México del año 2000 al 2009, ocho de ellos tan sólo en los últimos seis meses.
Este espíritu de sacrificio nos hace comprender por qué Gabriel García Márquez definió al periodismo como “el mejor oficio del mundo”, en su famoso discurso ante la Sociedad Interamericana de Prensa.
El ánimo mercantilista de otros, por el contrario, nos trae a la mente la sentencia del “mejor reportero del mundo”, Ryszard Kapuscinski, de que “los cínicos no sirven para este oficio”. Porque es precisamente cinismo lo que muchas veces atestiguamos.
La experiencia me ha enseñado que desde las cumbres del poder público también se pueden cerrar los espacios periodísticos a quienes ejercemos el derecho a disentir, por motivaciones políticas y no por razones editoriales.
En varias ocasiones han intentado callarme, cancelando mis colaboraciones con medios impresos nacionales y locales; también me sucedió en la radio. Aprendí que los intereses extra-periodísticos pueden convertir a los medios en “dependencias” gubernamentales, en el sentido literal de la palabra.
Medios frente al crimen organizado: la verdad bajo fuego
Durante el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable”, celebrado en Ciudad Juárez, se elaboraron una serie de propuestas para los medios de comunicación consignadas en el documento “101 acciones para la paz”.
Dichas propuestas reflejan una profunda preocupación de la comunidad internacional por los comunicadores mexicanos, por su trabajo y por el decisivo impacto que tienen en la vida social de nuestras comunidades.
En la frontera, los periodistas prácticamente son corresponsales de guerra y, al mismo tiempo, se enfrentan al delicado deber de guardar un equilibrio informativo que airee la verdad sin exagerarla. No es tarea fácil y por ello cuentan con la admiración de propios y extraños. Aquí se está dando un ejemplo de cómo la prensa sirve a los gobernados, no a los gobernantes.
Responsabilidad democrática de periodistas y políticos
Los políticos no somos los únicos con la obligación de proteger la democracia. El riesgo de una regresión autoritaria se incrementa cada vez que un comunicador renuncia a ejercer su libertad y se cobija en el poder, cediendo a los caprichos de los encumbrados. Con ello, el atentado contra el derecho a la información de los ciudadanos no sólo lo perpetra el gobernante, sino también el comunicador.
Por todo lo anterior, espacios de reflexión como el que se abrió en Veracruz y ejemplos como el que nos dan muchos reporteros han salido del terreno de lo necesario para entrar en el de lo indispensable.
Es insustituible la capacidad de los medios para hacer más largos y más anchos los caminos por los que avanza nuestra comprensión de la vida social. Ante un país con severas crisis, de las cuales la económica y la de seguridad son las más graves pero ni por mucho las únicas, lo menos que necesitamos es que una crisis de credibilidad plague a los comunicadores.
Muy por el contrario, el mejor periodismo le es hoy indispensable a México. Porque en la medida que los periodistas sean independientes y libres, también lo serán las conciencias de los mexicanos.
Quienes trabajamos por México, esperamos que esa expresión sea honrada con los hechos, porque con muchos periodistas nos pasa lo mismo que con la mayoría de los políticos: hasta nos sorprende cuando dicen la verdad.
Lamentablemente, algunos comunicadores no han estado a la altura del avance democrático de la República. Y aquí de nuevo es válido el símil con una clase política incapaz de sacudirse sus viejos hábitos: el secretismo, el culto al poder, las alianzas oscuras, el materialismo rampante y el uso patrimonial y electorero de los bienes públicos (que lo son tanto el Estado como la información).
En la larga marcha de los mexicanos hacia la democracia muchos comunicadores se han quedado atrás. No están a tono con el avance de la sociedad. Recordemos que el sentido social de la información se desfigura cuando se altera y se oculta. Hablo de las plumas pagadas, de la autocensura, de los testaferros, de las notas vendidas, de la tenue línea entre periodismo y propaganda que tantas veces es cruzada.
Pero hablo también del doloroso contraste de muchos periodistas de cóctel con los héroes que hacen su trabajo en las peores condiciones posibles, en un ambiente de violencia que no los amedrenta.
Todo periodista que cubre la guerra contra el crimen organizado sabe de lo que estoy hablando y de lo mucho que les debemos. Es admirable el servicio que prestan al proveernos de información indispensable para comprender a nuestra sociedad, aun a costa de su propia vida y a pesar de que el Estado no cumple su obligación esencial de brindarles seguridad. 53 periodistas fueron asesinados en México del año 2000 al 2009, ocho de ellos tan sólo en los últimos seis meses.
Este espíritu de sacrificio nos hace comprender por qué Gabriel García Márquez definió al periodismo como “el mejor oficio del mundo”, en su famoso discurso ante la Sociedad Interamericana de Prensa.
El ánimo mercantilista de otros, por el contrario, nos trae a la mente la sentencia del “mejor reportero del mundo”, Ryszard Kapuscinski, de que “los cínicos no sirven para este oficio”. Porque es precisamente cinismo lo que muchas veces atestiguamos.
La experiencia me ha enseñado que desde las cumbres del poder público también se pueden cerrar los espacios periodísticos a quienes ejercemos el derecho a disentir, por motivaciones políticas y no por razones editoriales.
En varias ocasiones han intentado callarme, cancelando mis colaboraciones con medios impresos nacionales y locales; también me sucedió en la radio. Aprendí que los intereses extra-periodísticos pueden convertir a los medios en “dependencias” gubernamentales, en el sentido literal de la palabra.
Medios frente al crimen organizado: la verdad bajo fuego
Durante el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable”, celebrado en Ciudad Juárez, se elaboraron una serie de propuestas para los medios de comunicación consignadas en el documento “101 acciones para la paz”.
Dichas propuestas reflejan una profunda preocupación de la comunidad internacional por los comunicadores mexicanos, por su trabajo y por el decisivo impacto que tienen en la vida social de nuestras comunidades.
En la frontera, los periodistas prácticamente son corresponsales de guerra y, al mismo tiempo, se enfrentan al delicado deber de guardar un equilibrio informativo que airee la verdad sin exagerarla. No es tarea fácil y por ello cuentan con la admiración de propios y extraños. Aquí se está dando un ejemplo de cómo la prensa sirve a los gobernados, no a los gobernantes.
Responsabilidad democrática de periodistas y políticos
Los políticos no somos los únicos con la obligación de proteger la democracia. El riesgo de una regresión autoritaria se incrementa cada vez que un comunicador renuncia a ejercer su libertad y se cobija en el poder, cediendo a los caprichos de los encumbrados. Con ello, el atentado contra el derecho a la información de los ciudadanos no sólo lo perpetra el gobernante, sino también el comunicador.
Por todo lo anterior, espacios de reflexión como el que se abrió en Veracruz y ejemplos como el que nos dan muchos reporteros han salido del terreno de lo necesario para entrar en el de lo indispensable.
Es insustituible la capacidad de los medios para hacer más largos y más anchos los caminos por los que avanza nuestra comprensión de la vida social. Ante un país con severas crisis, de las cuales la económica y la de seguridad son las más graves pero ni por mucho las únicas, lo menos que necesitamos es que una crisis de credibilidad plague a los comunicadores.
Muy por el contrario, el mejor periodismo le es hoy indispensable a México. Porque en la medida que los periodistas sean independientes y libres, también lo serán las conciencias de los mexicanos.
martes, 10 de noviembre de 2009
Solidaridad activa y “jodidez”
Colaboración para el Norte de Ciudad Juárez.
8 de noviembre de 2009
La pobreza también es una forma de violencia que campea en nuestra República. Los requisitos mínimos e indispensables para vivir con dignidad humana y consolidar la tranquilidad familiar son un sueño para la mayoría de los mexicanos. Según el Banco Mundial, en nuestro país durante el último año por lo menos 4.2 millones de personas más cayeron en la pobreza. Con dolor, podemos ver que 51 por ciento de nuestros compatriotas son pobres.
A esta injusticia social se suma, pues no es lo mismo, un estado de jodidez que lastra el desarrollo de personas, de familias y de la nación entera.
Para muchos políticos pobreza y jodidez son sinónimos, no logran entender la diferencia. Esto no sólo muestra lo lejos que están del lenguaje popular del mexicano, sino lo estrecha que es su visión de nuestro país y su cultura. De hecho, en ocasiones los pobres no son los jodidos, sino quienes los mantienen en la pobreza y les impiden desarrollarse.
La jodidez es una incultura destructiva y autodestructiva que en ocasiones se entrecruza con la economía, pero va mucho más allá y tiene consecuencias aún más dañinas que la pobreza de bienes materiales, pues carcome nuestra confianza comunitaria, nuestros lazos cívicos y nuestra fe en nosotros mismos, como ciudadanos y como miembros de una sociedad.
En una reunión que tuve la semana pasada con más de cien líderes populares de todo el país, llegamos a la conclusión de que la jodidez –palabra que causa asombro a muchos hipócritas y puritanos- es la falta de respeto, de moral, de principios, de cultura cívica y valores; la desadaptación; la falta de ambición de progresar y de tener éxito; el odiar al que tiene sin luchar por la propia superación; el criticar sin actuar y el “agandalle”.
En México los ejemplos de jodidez, por desgracia, son tan abundantes como patéticos. La vemos en quienes se quejan de la inseguridad en sus barrios pero cuando ven una patrulla la apedrean o insultan a los policías.
Hay jodidez en quejarse de que las calles están sucias y aún así seguir tirando basura; en quienes critican a su ayuntamiento porque no hay alumbrado público pero, cuando lo instalan, quiebran los focos y se roban el cable; en quienes impiden que los parques y las plazas sean lugares de convivencia sana y familiar, pues los ensucian, los llenan de graffiti y los convierten en espacios propicios para el uso de drogas y alcohol.
La jodidez está en un Congreso que en vez de solucionar los problemas nacionales se ha convertido en uno de ellos. Descuella en una institución excesivamente cara y partidizada, con 500 diputados y 128 senadores, en la que prevalecen la maniobra oscura y el acuerdo soterrado, la operación de intereses coyunturales, particulares y políticos, relegando la búsqueda del bienestar nacional. La hay también en aumentar los impuestos a quienes menos tienen y, con ello, hacer de la legislación fiscal un obstáculo para el desarrollo económico y una herramienta de política electoral.
Quienes padecen la pobreza no necesariamente son los jodidos, aunque los demagogos siempre lo son: esos que utilizan a las personas pobres para vestir plazas y llenar urnas cada trienio y cada sexenio, aprovechándose de la esperanza de la gente con promesas de campaña que jamás son cumplidas.
Hay más jodidez en los actos de ilegalidad gubernamental que en muchas colonias populares. En la corrupción, que desvirtúa a los Estados y los aleja de su razón de ser esencial: garantizar la seguridad y propiciar el bienestar general.
El común denominador de todos estos actos es su talante autodestructivo. El ciudadano que arruina el patrimonio público, el político que claudica en su deber de salvaguardar el interés nacional y el funcionario corrupto son sumamente parecidos: envenenan su propia casa, destruyen a la comunidad de la que todos formamos partes, incluyéndolos a ellos.
Por todo lo anterior, la jodidez es mucho peor que la pobreza, pues disminuye nuestra capacidad de comprometernos con la sociedad, de poner todas las facultades que nos hacen seres humanos al servicio del otro y de la comunidad, de mantenernos sensibles ante el dolor de los demás.
Afortunadamente, ha surgido en nuestro país un movimiento de expresión social de corte humanista con la misión explícita de “generar cultura de solidaridad y transitar de las actuales condiciones de pobreza y autodestrucción en ámbitos populares hacia mejores condiciones de vida”.
Esta nueva organización, llamada Solidaridad Activa Popular, busca agrupar y encauzar liderazgos y equipos que pugnan por un cambio positivo. Entre ellos hay líderes de transportistas, de vendedores ambulantes, de pepenadores, de luchadores, de boxeadores, de pandillas, de prostitutas, de limpia-parabrisas, de eloteros, de abarroteros, de cholos, de tragafuegos, de microbuseros y de taxistas, entre otros muchos.
Dejando muy en claro que éste es un movimiento al margen de partidos y de proyectos políticos, he asumido el compromiso de asesorarlos y de gestionar apoyos para sus causas, tan generosas como necesarias.
Menciono este caso como un ejemplo de que nuestro país no necesita movimientos prefabricados ni agrupaciones creadas desde lo alto del poder político, sino desde abajo y desde el corazón, desde la tierra patria que nutre a las causas populares.
Ya ha quedado establecido que hay retos más grandes que los gobiernos y más grandes que los partidos, pero nunca más grandes que el espíritu solidario del mexicano. Uno de estos retos es combatir la pobreza y la miseria física y moral de nuestro pueblo, buscando hacer efectivo el derecho sagrado a la justicia social.
Porque así, juntos, con un talante subsidiario, podemos vigorizar nuestra cultura cívica, rescatar la identidad y la autoestima de los mexicanos, para crear un país con respeto y armonía social, pues la solidaridad activa es nuestra mejor arma para erradicar la jodidez.
8 de noviembre de 2009
La pobreza también es una forma de violencia que campea en nuestra República. Los requisitos mínimos e indispensables para vivir con dignidad humana y consolidar la tranquilidad familiar son un sueño para la mayoría de los mexicanos. Según el Banco Mundial, en nuestro país durante el último año por lo menos 4.2 millones de personas más cayeron en la pobreza. Con dolor, podemos ver que 51 por ciento de nuestros compatriotas son pobres.
A esta injusticia social se suma, pues no es lo mismo, un estado de jodidez que lastra el desarrollo de personas, de familias y de la nación entera.
Para muchos políticos pobreza y jodidez son sinónimos, no logran entender la diferencia. Esto no sólo muestra lo lejos que están del lenguaje popular del mexicano, sino lo estrecha que es su visión de nuestro país y su cultura. De hecho, en ocasiones los pobres no son los jodidos, sino quienes los mantienen en la pobreza y les impiden desarrollarse.
La jodidez es una incultura destructiva y autodestructiva que en ocasiones se entrecruza con la economía, pero va mucho más allá y tiene consecuencias aún más dañinas que la pobreza de bienes materiales, pues carcome nuestra confianza comunitaria, nuestros lazos cívicos y nuestra fe en nosotros mismos, como ciudadanos y como miembros de una sociedad.
En una reunión que tuve la semana pasada con más de cien líderes populares de todo el país, llegamos a la conclusión de que la jodidez –palabra que causa asombro a muchos hipócritas y puritanos- es la falta de respeto, de moral, de principios, de cultura cívica y valores; la desadaptación; la falta de ambición de progresar y de tener éxito; el odiar al que tiene sin luchar por la propia superación; el criticar sin actuar y el “agandalle”.
En México los ejemplos de jodidez, por desgracia, son tan abundantes como patéticos. La vemos en quienes se quejan de la inseguridad en sus barrios pero cuando ven una patrulla la apedrean o insultan a los policías.
Hay jodidez en quejarse de que las calles están sucias y aún así seguir tirando basura; en quienes critican a su ayuntamiento porque no hay alumbrado público pero, cuando lo instalan, quiebran los focos y se roban el cable; en quienes impiden que los parques y las plazas sean lugares de convivencia sana y familiar, pues los ensucian, los llenan de graffiti y los convierten en espacios propicios para el uso de drogas y alcohol.
La jodidez está en un Congreso que en vez de solucionar los problemas nacionales se ha convertido en uno de ellos. Descuella en una institución excesivamente cara y partidizada, con 500 diputados y 128 senadores, en la que prevalecen la maniobra oscura y el acuerdo soterrado, la operación de intereses coyunturales, particulares y políticos, relegando la búsqueda del bienestar nacional. La hay también en aumentar los impuestos a quienes menos tienen y, con ello, hacer de la legislación fiscal un obstáculo para el desarrollo económico y una herramienta de política electoral.
Quienes padecen la pobreza no necesariamente son los jodidos, aunque los demagogos siempre lo son: esos que utilizan a las personas pobres para vestir plazas y llenar urnas cada trienio y cada sexenio, aprovechándose de la esperanza de la gente con promesas de campaña que jamás son cumplidas.
Hay más jodidez en los actos de ilegalidad gubernamental que en muchas colonias populares. En la corrupción, que desvirtúa a los Estados y los aleja de su razón de ser esencial: garantizar la seguridad y propiciar el bienestar general.
El común denominador de todos estos actos es su talante autodestructivo. El ciudadano que arruina el patrimonio público, el político que claudica en su deber de salvaguardar el interés nacional y el funcionario corrupto son sumamente parecidos: envenenan su propia casa, destruyen a la comunidad de la que todos formamos partes, incluyéndolos a ellos.
Por todo lo anterior, la jodidez es mucho peor que la pobreza, pues disminuye nuestra capacidad de comprometernos con la sociedad, de poner todas las facultades que nos hacen seres humanos al servicio del otro y de la comunidad, de mantenernos sensibles ante el dolor de los demás.
Afortunadamente, ha surgido en nuestro país un movimiento de expresión social de corte humanista con la misión explícita de “generar cultura de solidaridad y transitar de las actuales condiciones de pobreza y autodestrucción en ámbitos populares hacia mejores condiciones de vida”.
Esta nueva organización, llamada Solidaridad Activa Popular, busca agrupar y encauzar liderazgos y equipos que pugnan por un cambio positivo. Entre ellos hay líderes de transportistas, de vendedores ambulantes, de pepenadores, de luchadores, de boxeadores, de pandillas, de prostitutas, de limpia-parabrisas, de eloteros, de abarroteros, de cholos, de tragafuegos, de microbuseros y de taxistas, entre otros muchos.
Dejando muy en claro que éste es un movimiento al margen de partidos y de proyectos políticos, he asumido el compromiso de asesorarlos y de gestionar apoyos para sus causas, tan generosas como necesarias.
Menciono este caso como un ejemplo de que nuestro país no necesita movimientos prefabricados ni agrupaciones creadas desde lo alto del poder político, sino desde abajo y desde el corazón, desde la tierra patria que nutre a las causas populares.
Ya ha quedado establecido que hay retos más grandes que los gobiernos y más grandes que los partidos, pero nunca más grandes que el espíritu solidario del mexicano. Uno de estos retos es combatir la pobreza y la miseria física y moral de nuestro pueblo, buscando hacer efectivo el derecho sagrado a la justicia social.
Porque así, juntos, con un talante subsidiario, podemos vigorizar nuestra cultura cívica, rescatar la identidad y la autoestima de los mexicanos, para crear un país con respeto y armonía social, pues la solidaridad activa es nuestra mejor arma para erradicar la jodidez.
martes, 3 de noviembre de 2009
Ciudad Juárez: Razón de Estado
Colaboración para el Norte de Ciudad Juárez.
1 de noviembre de 2009
El clamor de los juarenses por paz y seguridad ha recibido la respuesta solidaria de los pueblos de América. Gracias a la convocatoria lanzada por la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA), se celebró en nuestra ciudad el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable”, en agosto pasado.
Con un enfoque más ciudadano y social que oficial y gubernamental, congregamos a autoridades, académicos, integrantes de la sociedad civil organizada, líderes políticos y especialistas de seguridad pública provenientes de 22 países.
Dicha diversidad de naciones se vio reflejada en la pluralidad política de quienes aceptaron venir a colaborar con este constructivo trabajo. Nuestros esfuerzos no sólo estuvieron al margen, sino muy por encima de los partidos y los gobiernos, de la politiquería o las cautelas electorales.
Todo lo contrario. Desde un principio tuvimos como objetivo toral ser propositivos, colaborar, señalar caminos y alternativas para trabajar por la pacificación de nuestra comunidad.
Con esta visión siempre presente, nuestros invitados hicieron una solidaria “Declaración de Ciudad Juárez” y elaboraron una serie de propuestas plasmadas en el documento “101 acciones para la paz”.
Este documento no es uno más de los muchos que se han hecho sobre la frontera. Destaca por ser producto del pensamiento plural y reflejar experiencias internacionales exitosas, también por no tener sello partidista o gubernamental; pero, sobre todo, brilla en sus páginas la impronta del humanismo y un gran sentido práctico.
Cualquier persona que lo lea —desde un padre de familia hasta un político, desde un periodista a un ama de casa— encontrará sugerencias prácticas, concretas y realizables para colaborar en la construcción de la seguridad pública.
Sus 101 propuestas se plantean de manera directa a los gobiernos, a las corporaciones policiacas, a las familias, a las instituciones educativas, los académicos y las iglesias, a los medios de comunicación, a los partidos políticos, a las instituciones democráticas, a los organismos de la sociedad civil y a la comunidad en general.
Quienes vivimos en Ciudad Juárez quisiéramos ver este mismo enfoque de unidad, apartidista, solidario, que no busca ganancias políticas, en todos los esfuerzos de combate a la inseguridad pública.
Ya basta de esfuerzos aislados e iniciativas unipersonales. No habrá tranquilidad sin cohesión social y política, no construiremos la paz sin que impere una visión de Estado.
El tema de la inseguridad es tan delicado que no podemos esperar que lo enfrente exitosamente un gobierno, sea el federal, el estatal o el municipal; es más, ni siquiera es posible que los tres juntos y coordinados rindan buenas cuentas. Para ello se necesita de todos quienes integramos nuestra sociedad, como señalan las conclusiones de la “Declaración de Ciudad Juárez”.
Gracias a iniciativas aisladas se han realizado muchas acciones, pero sus resultados han sido pobres. Un ejemplo de ello es la presencia del Ejército que, a pesar de su voluntad, su patriotismo y su espíritu de sacrificio, no ha logrado reducir la violencia. Sólo se ha conseguido desgastar vanamente la admiración que siempre sentimos por el uniforme verde olivo.
Por ello, quienes habitamos en esta frontera podemos suponer que la guerra contra el narco ha respondido a impulsos, pero no a esfuerzos premeditados, planeados y consensuados con las diferentes fuerzas políticas y sociales.
Como consecuencia de tales impulsos nuestra tranquilidad, nuestra economía, la manera en la que nos relacionamos unos con otros y hasta nuestras vidas familiares se han deteriorado como nunca antes. Únicamente durante la Revolución corrió tanta sangre en nuestro terruño.
Aunque me parece loable la decisión de nuestro presidente, Felipe Calderón, de combatir al crimen organizado, no puedo decir lo mismo de la forma, pues sus resultados están a la vista en las calles de Ciudad Juárez.
Urge una estrategia diferente, que tenga como indispensable punto de partida reanimar a los juarenses y encauzar su tradicional fuerza a la construcción colectiva de la paz. Urge que se llame a una gran alianza nacional por Ciudad Juárez. Urge que el destino de nuestra comunidad sea razón de Estado.
Por todo ello, el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable” fue un esfuerzo deliberado por demostrar que un frente contra la inseguridad es tan exitoso como la pluralidad de quienes lo integran.
Resultó gratamente conmovedor ver que personas de todas las regiones del Continente y también de Europa aceptaran venir a nuestra Ciudad (a pesar de que hay quienes sienten miedo de hacerlo) a aportar, a solidarizarse, a compartir nuestras cargas y a darnos una razón más para la esperanza.
Porque sólo así, sumándonos con generosidad en un esfuerzo que no reconozca fronteras sociales, geográficas ni políticas, podremos avanzar hacia una Ciudad Juárez con justicia, seguridad y paz.
El próximo año conmemoramos dos siglos de que los mexicanos se atrevieron a volver a empezar, a cambiar el rumbo de la historia patria radicalmente y lograr la Independencia de México. También celebraremos un suceso histórico en el que Ciudad Juárez fue fundamental: la Revolución Mexicana.
Por ello, 2010 es una gran oportunidad para todos. Algo grande va a pasar, eso es indudable. De nuestra cuenta corre que sea algo positivo y constructivo.
2010 será una oportunidad para que nuestros gobernantes hagan de Ciudad Juárez una razón de Estado. Una oportunidad para que cada uno de nosotros, los ciudadanos, nos sumemos a la lucha contra la inseguridad, una oportunidad para, juntos, volver a empezar.
1 de noviembre de 2009
El clamor de los juarenses por paz y seguridad ha recibido la respuesta solidaria de los pueblos de América. Gracias a la convocatoria lanzada por la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA), se celebró en nuestra ciudad el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable”, en agosto pasado.
Con un enfoque más ciudadano y social que oficial y gubernamental, congregamos a autoridades, académicos, integrantes de la sociedad civil organizada, líderes políticos y especialistas de seguridad pública provenientes de 22 países.
Dicha diversidad de naciones se vio reflejada en la pluralidad política de quienes aceptaron venir a colaborar con este constructivo trabajo. Nuestros esfuerzos no sólo estuvieron al margen, sino muy por encima de los partidos y los gobiernos, de la politiquería o las cautelas electorales.
Todo lo contrario. Desde un principio tuvimos como objetivo toral ser propositivos, colaborar, señalar caminos y alternativas para trabajar por la pacificación de nuestra comunidad.
Con esta visión siempre presente, nuestros invitados hicieron una solidaria “Declaración de Ciudad Juárez” y elaboraron una serie de propuestas plasmadas en el documento “101 acciones para la paz”.
Este documento no es uno más de los muchos que se han hecho sobre la frontera. Destaca por ser producto del pensamiento plural y reflejar experiencias internacionales exitosas, también por no tener sello partidista o gubernamental; pero, sobre todo, brilla en sus páginas la impronta del humanismo y un gran sentido práctico.
Cualquier persona que lo lea —desde un padre de familia hasta un político, desde un periodista a un ama de casa— encontrará sugerencias prácticas, concretas y realizables para colaborar en la construcción de la seguridad pública.
Sus 101 propuestas se plantean de manera directa a los gobiernos, a las corporaciones policiacas, a las familias, a las instituciones educativas, los académicos y las iglesias, a los medios de comunicación, a los partidos políticos, a las instituciones democráticas, a los organismos de la sociedad civil y a la comunidad en general.
Quienes vivimos en Ciudad Juárez quisiéramos ver este mismo enfoque de unidad, apartidista, solidario, que no busca ganancias políticas, en todos los esfuerzos de combate a la inseguridad pública.
Ya basta de esfuerzos aislados e iniciativas unipersonales. No habrá tranquilidad sin cohesión social y política, no construiremos la paz sin que impere una visión de Estado.
El tema de la inseguridad es tan delicado que no podemos esperar que lo enfrente exitosamente un gobierno, sea el federal, el estatal o el municipal; es más, ni siquiera es posible que los tres juntos y coordinados rindan buenas cuentas. Para ello se necesita de todos quienes integramos nuestra sociedad, como señalan las conclusiones de la “Declaración de Ciudad Juárez”.
Gracias a iniciativas aisladas se han realizado muchas acciones, pero sus resultados han sido pobres. Un ejemplo de ello es la presencia del Ejército que, a pesar de su voluntad, su patriotismo y su espíritu de sacrificio, no ha logrado reducir la violencia. Sólo se ha conseguido desgastar vanamente la admiración que siempre sentimos por el uniforme verde olivo.
Por ello, quienes habitamos en esta frontera podemos suponer que la guerra contra el narco ha respondido a impulsos, pero no a esfuerzos premeditados, planeados y consensuados con las diferentes fuerzas políticas y sociales.
Como consecuencia de tales impulsos nuestra tranquilidad, nuestra economía, la manera en la que nos relacionamos unos con otros y hasta nuestras vidas familiares se han deteriorado como nunca antes. Únicamente durante la Revolución corrió tanta sangre en nuestro terruño.
Aunque me parece loable la decisión de nuestro presidente, Felipe Calderón, de combatir al crimen organizado, no puedo decir lo mismo de la forma, pues sus resultados están a la vista en las calles de Ciudad Juárez.
Urge una estrategia diferente, que tenga como indispensable punto de partida reanimar a los juarenses y encauzar su tradicional fuerza a la construcción colectiva de la paz. Urge que se llame a una gran alianza nacional por Ciudad Juárez. Urge que el destino de nuestra comunidad sea razón de Estado.
Por todo ello, el II Foro Internacional “Inseguridad, dolor evitable” fue un esfuerzo deliberado por demostrar que un frente contra la inseguridad es tan exitoso como la pluralidad de quienes lo integran.
Resultó gratamente conmovedor ver que personas de todas las regiones del Continente y también de Europa aceptaran venir a nuestra Ciudad (a pesar de que hay quienes sienten miedo de hacerlo) a aportar, a solidarizarse, a compartir nuestras cargas y a darnos una razón más para la esperanza.
Porque sólo así, sumándonos con generosidad en un esfuerzo que no reconozca fronteras sociales, geográficas ni políticas, podremos avanzar hacia una Ciudad Juárez con justicia, seguridad y paz.
El próximo año conmemoramos dos siglos de que los mexicanos se atrevieron a volver a empezar, a cambiar el rumbo de la historia patria radicalmente y lograr la Independencia de México. También celebraremos un suceso histórico en el que Ciudad Juárez fue fundamental: la Revolución Mexicana.
Por ello, 2010 es una gran oportunidad para todos. Algo grande va a pasar, eso es indudable. De nuestra cuenta corre que sea algo positivo y constructivo.
2010 será una oportunidad para que nuestros gobernantes hagan de Ciudad Juárez una razón de Estado. Una oportunidad para que cada uno de nosotros, los ciudadanos, nos sumemos a la lucha contra la inseguridad, una oportunidad para, juntos, volver a empezar.
2010: Revolución de Paz en Ciudad Juárez
Colaboración para el Norte de Ciudad Juárez.
25 de octubre de 2009
Ciudad Juárez es una ciudad experta en adopciones, llamada a cobijar migrantes desde que la conquista hispánica le trajo forasteros como el andaluz Cabeza de Vaca, el árabe Estebanico, “El Negro”, o el italiano Fray Marcos de Niza. Además de sus nativos, juarenses somos muchos que alguna vez fuimos migrantes por necesidad, hoy hijos de esta maternal frontera.
A punto de cumplir trescientos cincuenta años de su fundación, y tras registrar episodios fascinantes en su historia y en la de México, vive el drama de una lucha que parece estéril por el desatino –o abandono– de sus gobernantes, por el cansancio o la dimisión de muchos ciudadanos que se han rendido frente a sus circunstancias lacerantes y por la creciente miseria humana que la sitúa en las coordenadas de la corrupción y la crueldad.
Da la impresión de que en vano buscan recuperar su tranquilidad los orgullosos habitantes de esta hermosa frontera. Tranquilidad que no significa pasividad, tampoco inercia en movimiento, sino que se acompaña del bullicio de una permanente laboriosidad y creatividad que le han merecido justos y muy diversos reconocimientos por su aportación al desarrollo nacional.
Se extraña esa tranquilidad productiva que no descansa, perdida hoy entre las ambiciones de quienes no sienten propia a esta ciudad de exigencias máximas, o de quienes habiendo salido de sus entrañas, la han traicionado en su ingratitud parricida. Peor aún, por la abdicación injustificada y vergonzante de quienes teniendo una responsabilidad de gobierno –municipal, estatal o federal– no la ejercen con el empuje y determinación que preceden a la eficacia.
Puede parecer pesimismo enfermizo afirmar que a nuestros servidores públicos de todos los signos políticos, salvo casos excepcionales, se les suele ver pasmados a unos y pasmones a otros, pero es irrefutable la aseveración; negarlo sería complicidad o encubrimiento. En su gran mayoría, cuando reaccionan, se limitan a expresiones huecas de solidaridad o a culpar a otros de su inoperancia; se quedan en el discurso que ya suena a insulto.
Es evidente que el esfuerzo de los encumbrados en el poder no va más allá de firmar convenios de cooperación, que únicamente aportan falsas esperanzas y que sólo sirven para justificar el patrullaje de las fuerzas de seguridad que, aun reconociendo su lealtad y valor, nada más contribuye a agravar el clima de guerra –porque estamos en guerra– y a mantener vigente el estado de naufragio inmerecido de una comunidad deseosa de volver a empezar, de volver a vivir en paz.
Aunque siempre ha tenido de todo al mismo tiempo como comunidad, Ciudad Juárez se ha tornado desconcertante. Los tres órdenes de gobierno no logran coordinarse en un propósito superior de servicio desprovisto de intereses partidistas y politiqueros. El abandono a su suerte ha provocado en muchos ciudadanos la muerte de la esperanza. En ellos crece la apatía, por miedo, por sensación de soledad, o quizá por indolencia.
La participación cívica cargada de patriotismo auténtico, y que ha sido señera de los juarenses, parece extinguirse frente a la arrogancia del crimen organizado. Muchos sobreviven atormentados por el presentimiento justificado de tiempos peores, se sienten atrapados en su propia ciudad. Otros simplemente han emigrado; se han visto obligados a dejar su legítimo patrimonio material para darle refugio seguro a sus hijos en otra parte.
A muchos que no conocen esta gallarda ciudad ni su trayectoria de esfuerzo; que sólo saben de ella por las escandalosas e irresponsables noticias que la han dibujado sangrienta desde hace más de dos décadas, les parece más viciosa que artística, más peligrosa que pacífica, más materialista que espiritual. Tal vez así parece, pero no está en su naturaleza la perversidad ni el hedonismo que se le quiere imponer para desfigurar su alma formada de dignidad humana.
La solidaridad y la inclinación por el trabajo honrado son cualidades inherentes a esta comunidad que nació en ambas riberas del Bravo mucho antes de que la deformidad política de otro tiempo le impusiera la condición de frontera que ahora la distingue y enaltece. La hospitalidad y la generosidad son cualidades que ha desarrollado a modo de virtud con antelación a que el río fuese decretado como límite entre dos naciones. La referida separación binacional nunca pudo, sin embargo, dividir el espíritu comunitario de los que aquí hemos vivido.
En la libertad de espacio que ofrece esta agreste región del norte de México, se han forjado generaciones de hombres y mujeres con indómitas voluntades independientes y hasta rebeldes, pero no criminales. Aquí han transitado pueblos guerreros, como las tribus indias llamadas apaches por los españoles, pero no asesinos. A los juarenses se les ha llamado “bárbaros del norte”, no en sentido peyorativo, sino por lo sobresaliente de su fuerza de voluntad, “de un supremo e invencible anhelo de libertad”, como explicó Fernando Jordán en su Crónica de un País Bárbaro en 1965. Con razón pregona el corrido de Chihuahua que somos una comunidad brava como un león herido, pero dulce como una canción.
Desde aquí, donde comienza la patria, muchas veces se ha dado gloria a nuestra nación mestiza; desde aquí se han iluminado facetas trascendentes que dieron cauce al país democrático que hoy destaca en Latinoamérica. Aquí nacen caminos que llevan a todas partes, al éxito o al fracaso, pero no al holocausto.
La violencia no está en la personalidad recia pero noble de esta ciudad, ahora doliente; no figura en su historia que le ha llamado con diferentes nombres pero que no le ha modificado su esencia. Aquí no confundimos la firmeza con la rudeza, ni el carácter con el mal carácter que ha llegado en las maletas de aventureros que recientemente vinieron a desbocar sus impulsos agresivos incubados en otra parte. Hay una diferencia fundamental que hay que hacer notar para que no nos clasifiquen falsamente.
Predestinada a ser sede de expresiones pluriculturales provenientes del norte, del sur y de otros continentes, Ciudad Juárez se ha distinguido, desde antes de ser bautizada como Misión de Guadalupe en 1659, por ser lugar de encuentro. Dos centurias y media después, en ocasión de celebrar su fundación, y precisamente en la víspera del llamado “bicentenario” que conmemora el inicio de nuestra Independencia y de nuestra Revolución, los juarenses tenemos una irrepetible oportunidad de hacer una nueva gesta ciudadana que concentre nuestra energía en un propósito fundamental: iniciar una revolución de paz que reivindique a nuestra ciudad frente al mundo como tierra de oportunidades; que levante la moral de nuestro pueblo y despierte el interés ausente de volver a ser lo que siempre hemos sido como comunidad.
El año 2010 será la ocasión impostergable para terminar con la barbarie, con el desinterés y con la abulia que agravia nuestra evolución histórica; para dejar atrás un capítulo angustiosamente largo, soberbio y turbulento, de fuego y de sangre, de dolor y de muerte. Debió serlo antes, pero el año siguiente será propicio para reencontrarnos con nosotros mismos en un abrazo fraterno que haga valer nuestra sangre como la de todas las comunidades humanas en el mundo.
Cuando hemos querido hemos podido. Ahora queremos y podremos hacer del 2010 el año de la reunificación; de la suma de voluntades para devolver a estas tierras ásperas del norte el vigor y la pujanza de sus habitantes, el que llegó para quedarse con la expedición de Juan de Oñate cuando abrió la ruta del Paso del Norte a finales del siglo XVI. Queremos reinstalar los valores humanos que arribaron en las carretas franciscanas a principios del siglo XVII.
Queremos decir lo que en verdad somos y acreditar con hechos nuestra capacidad realizadora. No queremos que se haga viejo e impotente nuestro anhelo de justicia y de concordia. No pretendemos abonar con nuestros muertos el terreno de la discordia, sólo deseamos sepultar el fatalismo que ahoga en los pantanos de la desesperanza a nuestras familias. Tampoco queremos convertirnos en verdugos de quienes han podido pero no han querido; sino erigir la tolerancia, la comprensión y el perdón como cimiento de una nueva época de progreso. Queremos retomar nuestro papel en el destino de México. Los juarenses queremos volver a empezar.
25 de octubre de 2009
Ciudad Juárez es una ciudad experta en adopciones, llamada a cobijar migrantes desde que la conquista hispánica le trajo forasteros como el andaluz Cabeza de Vaca, el árabe Estebanico, “El Negro”, o el italiano Fray Marcos de Niza. Además de sus nativos, juarenses somos muchos que alguna vez fuimos migrantes por necesidad, hoy hijos de esta maternal frontera.
A punto de cumplir trescientos cincuenta años de su fundación, y tras registrar episodios fascinantes en su historia y en la de México, vive el drama de una lucha que parece estéril por el desatino –o abandono– de sus gobernantes, por el cansancio o la dimisión de muchos ciudadanos que se han rendido frente a sus circunstancias lacerantes y por la creciente miseria humana que la sitúa en las coordenadas de la corrupción y la crueldad.
Da la impresión de que en vano buscan recuperar su tranquilidad los orgullosos habitantes de esta hermosa frontera. Tranquilidad que no significa pasividad, tampoco inercia en movimiento, sino que se acompaña del bullicio de una permanente laboriosidad y creatividad que le han merecido justos y muy diversos reconocimientos por su aportación al desarrollo nacional.
Se extraña esa tranquilidad productiva que no descansa, perdida hoy entre las ambiciones de quienes no sienten propia a esta ciudad de exigencias máximas, o de quienes habiendo salido de sus entrañas, la han traicionado en su ingratitud parricida. Peor aún, por la abdicación injustificada y vergonzante de quienes teniendo una responsabilidad de gobierno –municipal, estatal o federal– no la ejercen con el empuje y determinación que preceden a la eficacia.
Puede parecer pesimismo enfermizo afirmar que a nuestros servidores públicos de todos los signos políticos, salvo casos excepcionales, se les suele ver pasmados a unos y pasmones a otros, pero es irrefutable la aseveración; negarlo sería complicidad o encubrimiento. En su gran mayoría, cuando reaccionan, se limitan a expresiones huecas de solidaridad o a culpar a otros de su inoperancia; se quedan en el discurso que ya suena a insulto.
Es evidente que el esfuerzo de los encumbrados en el poder no va más allá de firmar convenios de cooperación, que únicamente aportan falsas esperanzas y que sólo sirven para justificar el patrullaje de las fuerzas de seguridad que, aun reconociendo su lealtad y valor, nada más contribuye a agravar el clima de guerra –porque estamos en guerra– y a mantener vigente el estado de naufragio inmerecido de una comunidad deseosa de volver a empezar, de volver a vivir en paz.
Aunque siempre ha tenido de todo al mismo tiempo como comunidad, Ciudad Juárez se ha tornado desconcertante. Los tres órdenes de gobierno no logran coordinarse en un propósito superior de servicio desprovisto de intereses partidistas y politiqueros. El abandono a su suerte ha provocado en muchos ciudadanos la muerte de la esperanza. En ellos crece la apatía, por miedo, por sensación de soledad, o quizá por indolencia.
La participación cívica cargada de patriotismo auténtico, y que ha sido señera de los juarenses, parece extinguirse frente a la arrogancia del crimen organizado. Muchos sobreviven atormentados por el presentimiento justificado de tiempos peores, se sienten atrapados en su propia ciudad. Otros simplemente han emigrado; se han visto obligados a dejar su legítimo patrimonio material para darle refugio seguro a sus hijos en otra parte.
A muchos que no conocen esta gallarda ciudad ni su trayectoria de esfuerzo; que sólo saben de ella por las escandalosas e irresponsables noticias que la han dibujado sangrienta desde hace más de dos décadas, les parece más viciosa que artística, más peligrosa que pacífica, más materialista que espiritual. Tal vez así parece, pero no está en su naturaleza la perversidad ni el hedonismo que se le quiere imponer para desfigurar su alma formada de dignidad humana.
La solidaridad y la inclinación por el trabajo honrado son cualidades inherentes a esta comunidad que nació en ambas riberas del Bravo mucho antes de que la deformidad política de otro tiempo le impusiera la condición de frontera que ahora la distingue y enaltece. La hospitalidad y la generosidad son cualidades que ha desarrollado a modo de virtud con antelación a que el río fuese decretado como límite entre dos naciones. La referida separación binacional nunca pudo, sin embargo, dividir el espíritu comunitario de los que aquí hemos vivido.
En la libertad de espacio que ofrece esta agreste región del norte de México, se han forjado generaciones de hombres y mujeres con indómitas voluntades independientes y hasta rebeldes, pero no criminales. Aquí han transitado pueblos guerreros, como las tribus indias llamadas apaches por los españoles, pero no asesinos. A los juarenses se les ha llamado “bárbaros del norte”, no en sentido peyorativo, sino por lo sobresaliente de su fuerza de voluntad, “de un supremo e invencible anhelo de libertad”, como explicó Fernando Jordán en su Crónica de un País Bárbaro en 1965. Con razón pregona el corrido de Chihuahua que somos una comunidad brava como un león herido, pero dulce como una canción.
Desde aquí, donde comienza la patria, muchas veces se ha dado gloria a nuestra nación mestiza; desde aquí se han iluminado facetas trascendentes que dieron cauce al país democrático que hoy destaca en Latinoamérica. Aquí nacen caminos que llevan a todas partes, al éxito o al fracaso, pero no al holocausto.
La violencia no está en la personalidad recia pero noble de esta ciudad, ahora doliente; no figura en su historia que le ha llamado con diferentes nombres pero que no le ha modificado su esencia. Aquí no confundimos la firmeza con la rudeza, ni el carácter con el mal carácter que ha llegado en las maletas de aventureros que recientemente vinieron a desbocar sus impulsos agresivos incubados en otra parte. Hay una diferencia fundamental que hay que hacer notar para que no nos clasifiquen falsamente.
Predestinada a ser sede de expresiones pluriculturales provenientes del norte, del sur y de otros continentes, Ciudad Juárez se ha distinguido, desde antes de ser bautizada como Misión de Guadalupe en 1659, por ser lugar de encuentro. Dos centurias y media después, en ocasión de celebrar su fundación, y precisamente en la víspera del llamado “bicentenario” que conmemora el inicio de nuestra Independencia y de nuestra Revolución, los juarenses tenemos una irrepetible oportunidad de hacer una nueva gesta ciudadana que concentre nuestra energía en un propósito fundamental: iniciar una revolución de paz que reivindique a nuestra ciudad frente al mundo como tierra de oportunidades; que levante la moral de nuestro pueblo y despierte el interés ausente de volver a ser lo que siempre hemos sido como comunidad.
El año 2010 será la ocasión impostergable para terminar con la barbarie, con el desinterés y con la abulia que agravia nuestra evolución histórica; para dejar atrás un capítulo angustiosamente largo, soberbio y turbulento, de fuego y de sangre, de dolor y de muerte. Debió serlo antes, pero el año siguiente será propicio para reencontrarnos con nosotros mismos en un abrazo fraterno que haga valer nuestra sangre como la de todas las comunidades humanas en el mundo.
Cuando hemos querido hemos podido. Ahora queremos y podremos hacer del 2010 el año de la reunificación; de la suma de voluntades para devolver a estas tierras ásperas del norte el vigor y la pujanza de sus habitantes, el que llegó para quedarse con la expedición de Juan de Oñate cuando abrió la ruta del Paso del Norte a finales del siglo XVI. Queremos reinstalar los valores humanos que arribaron en las carretas franciscanas a principios del siglo XVII.
Queremos decir lo que en verdad somos y acreditar con hechos nuestra capacidad realizadora. No queremos que se haga viejo e impotente nuestro anhelo de justicia y de concordia. No pretendemos abonar con nuestros muertos el terreno de la discordia, sólo deseamos sepultar el fatalismo que ahoga en los pantanos de la desesperanza a nuestras familias. Tampoco queremos convertirnos en verdugos de quienes han podido pero no han querido; sino erigir la tolerancia, la comprensión y el perdón como cimiento de una nueva época de progreso. Queremos retomar nuestro papel en el destino de México. Los juarenses queremos volver a empezar.
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