lunes, 22 de febrero de 2010

Laicidad y laicismo

A raíz de la reciente reforma al artículo 40 de nuestra Carta Magna y de las discusiones relacionadas con la legislación del aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo, temas de gran sensibilidad para la sociedad mexicana, en las últimas semanas se ha reavivado la siempre interesante discusión sobre la separación entre el Estado y las iglesias. Dicha discusión tuvo como expresión más trascendente un debate convocado por el Senado de la República con el tema de "Laicidad y Democracia”.

Muy seguramente este debate nunca se agotará porque aun cuando la comunidad política y las diversas iglesias son independientes, autónomas y tienen funciones de naturaleza distinta, comparten un interés primordial: servir a la vocación personal y social del ser humano. Por ello, de manera inevitable, los hombres de fe y los hombres públicos a veces se cruzan, a veces coinciden y a veces chocan.

Iglesias y partidos políticos

Afortunadamente en México este tema ha llegado a un consenso generalizado. Incluso quienes hemos sido formados bajo la égida de los principios de la democracia cristiana, reconocemos que las iglesias no son sujetos políticos, aunque sean sujetos sociales. Defendemos su derecho a hacer valoraciones que impactan a la convivencia social en términos ético-religiosos, pero señalamos la incorrección de que participen en política, así como las faltas en que incurren al calificar determinada forma de gobierno como la mejor o pronunciarse –sea a favor o en contra– de un partido.

También respaldamos sin cortapisas, aún reconociéndonos creyentes, que los ministros de los diversos cultos no pueden aspirar a cargos de elección popular o de gobierno, pues ninguno de sus roles se desempeña dentro de la política partidista. Por supuesto que esta limitación no va en detrimento de su derecho a elegir sus gobernantes, como ciudadanos que son.

A quienes siendo creyentes nos dedicamos a la política nos debe ser respetado el derecho humano a ejercer tanto en público como en privado el culto que profesamos, sin importar su denominación. Es posible ser simultáneamente un político y un creyente, sin esconder la propia fe, siempre y cuando no se busque imponerla al gobierno, a la sociedad o al Estado.

Que la laicidad no degenere en laicismo

En diversas expresiones ventiladas en los debates que hoy se dirimen, tanto en los medios como el ya mencionado en el Senado, se percibe un preocupante tono que va más allá de la laicidad para instalarse en el laicismo.

En una sociedad que busca engrandecerse democráticamente en todos sus ámbitos, ello es especialmente preocupante, pues podría atentar contra uno de los derechos humanos más elementales, tutelado tanto por nuestra Constitución como por la Declaración de las Naciones Unidas: la libertad de cultos.

Proteger al Estado no significa atentar contra las prerrogativas de protestantes, evangélicos, musulmanes, católicos, miembros de la comunidad judía o practicantes de cualquiera de los cientos de religiones autóctonas practicadas por nuestras etnias. Todo lo contrario: un Estado genuinamente laico se asegura de que todos sus integrantes estén unidos por el lazo supremo del ejercicio libre e irrestricto de sus libertades democráticas, entre las cuales no es la menor la de vivir una fe.

Hay una autonomía fundamental de la persona frente al Estado; al mismo sólo debe consagrarse una parte de ésta, mientras otra permanece privada, inviolable, íntima y esencialmente libre. Es fundamental preservar esa parcela de soberanía personal, pues en ella florecen la fe y la religiosidad. Impedir que el Estado invada el campo de la conciencia es imprescindible para garantizar la dignidad del ser humano.

Como parte de nuestro proceso de transición política, tengo la certeza en que seguiremos avanzando en el fortalecimiento de las prerrogativas de todos los mexicanos y que alcanzaremos la madurez democrática, construyendo un Estado pleno de laicidad y carente de laicismo.

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