En días recientes Felipe Calderón honró una promesa de campaña y presentó una iniciativa de ley contra los monopolios. Aunque dicho esfuerzo legislativo cuenta con nimias posibilidades de superar la oposición del Poder Legislativo y la fortaleza de los intereses que busca limitar, es una paradoja que un gobernante pretenda combatir los monopolios en la vida económica mientras intenta construirlos en la vida pública.
Compartir el poder
Ciertamente, el Partido Revolucionario Institucional ha sido el principal monopolizador político de la historia mexicana. En el apogeo del priato el poder estaba de manera terminantemente exclusiva en las filas del tricolor.
Sin embargo, durante los últimos sexenios varios presidentes —casi todos obligados, algunos pocos motu proprio— fueron cediendo espacios a la sociedad y a diversos grupos políticos. Incluso los últimos mandatarios priistas, sobre todo Ernesto Zedillo, aprendieron a compartir el poder. Durante el sexenio de Vicente Fox, la sociedad mexicana tuvo posibilidades inéditas de participar, de decidir, de ejercer su potestad sobre el rumbo de la nación.
Este lapso democrático duró demasiado poco: no podemos dudar que el calderonato ha intentando denodadamente monopolizar la vida política mexicana. En su sexenio muchas de las herramientas de control que ya creíamos muertas retornaron con renovado vigor a la política mexicana.
Afortunadamente, hoy la sociedad y la clase política ya no están dispuestas a regresar los espacios que tantos años les costó ganar. Así, los intentos monopolizadores de los calderonistas se han limitado a un coto de poder político: el Partido Acción Nacional.
El mando unipersonal
Si el monopolio es esencialmente la ausencia de competencia, hoy el PAN padece uno que se ajusta exactamente a la definición del término: todo el mercado político está acaparado por un único ofertante.
En poco más de dos años, la tradición democrática construida durante décadas fue relegada. Los panistas siempre nos habíamos enorgullecido de estar forjados en la dura fragua de la competencia interna fraterna y apasionada, de contiendas equitativas entre hombres y mujeres libres e iguales. Hoy, ese ánimo de competir prácticamente ha muerto.
El gran monopolizador indica quién ha de ser candidato, quién ha de ocupar un cargo en la dirigencia partidista, quién ejerce el poder subrogado que él le concesiona. El veto, la designación directa, la ausencia de consulta a los militantes, hoy son métodos habituales.
Si acaso, de manera escenográfica se simulan competencias y se manipulan procesos, en los que todos conocen quienes habrán de ser no los ganadores, sino los concesionarios.
El buen demócrata por su casa empieza
Del recurrente afán de sometimiento del partido muy pocos se salvan. La excepción a la regla ocurre donde los panistas logran hacer valer su mística democrática. Es el caso de la elección de candidato a gobernador de Chihuahua donde la postulación no fue un "dedazo" sino la libre postulación a cargo de la sociedad y los militantes del PAN. Ahí se engrandecen Acción Nacional y su abanderado.
Porque un partido digno y libre enriquece a la vida social en su conjunto e irradia sentido cívico y espíritu participativo a todos los ciudadanos, también a los que no son militantes, ayudando a represtigiar la política. Porque sólo a través de una relación democrática entre gobierno y partido se podrá forjar un estilo humanista de ejercer el poder, para hacer una nueva historia.
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